Un café contigo
Con voz dulce Gertrudis le susurró al oído:
-¿Agustín, que te apetece?
Él con voz casi imperceptible y con la mirada fija en el infinito, le respondió:
-Tomarme un café contigo.
La anciana lo contempló con tristeza y contraviniendo las indicaciones del médico se levantó y se dirigió hacia la cocina. Con la lentitud que otorga el peso que se acumula con el paso de los años, y entre suspiros, Gertrudis puso la cafetera al fuego, sacó de la vieja alacena dos tazas de porcelana, en una puso una cucharadita de azúcar y en la otra además del azúcar, puso media cucharadita de canela en polvo como a él le gustaba, caminó hasta la puerta de la cocina, desde allí le echó un vistazo a su moribundo marido, apoyó su rostro en el marco de madera y se dispuso a aguardar a que el café saliera. Esperando que la arrullara el borboteo que produce el líquido cuando comienza a hervir cerró los ojos, y recordó que pronto Agustín y ella cumplirían 45 años juntos, habían permanecido uno al lado del otro sin separarse jamás y entre ellos había desfilado una legión de tazas de café compartidas; el intenso olor de la aromática bebida a la que tenía que agradecerle tantos buenos momentos vividos se deslizó por doquier e invadió todos los rincones del viejo y pequeño piso de la avenida 22. Apenas Agustín sintió el rico olor a café levantó su cabeza, aspiró sentida y profundamente, y con una sonrisa se dejó ir en el delicioso aroma que salió de los vapores que emanaban de la cafetera. Cuando llegaron los médicos de la ambulancia, además de reconocer el delicioso aroma que impregnaba todo el lugar contemplaron a una compungida anciana que derramaba sus lágrimas encima de dos tazas de café colocadas sobre una bandeja que sostenía en su regazo, y certificaron que el anciano que yacía a su lado con una sonrisa en sus labios había muerto.