Lo Gris
Esta tarde he decidido dar una vuelta por La Laguna, a pesar de mi ánimo entristecido. Envuelto en los colores de las fachadas laguneras, no puedo evitar pensar que el cielo luce demasiado azul para conseguir inspirarme. Me encuentro algo decepcionado con la ciudad del Adelantado, porque hoy no presenta ese aspecto nostálgico de otras veces, y creo que así las musas no vendrán a visitarme. Así que atravieso la Heraclio, siguiendo el asfalto con la mirada, sin apenas cruzarme con otros seres humanos, rumiando mi mal humor bajo un sol demasiado machacón para ser las cinco de la tarde, y más adelante me dejo caer por la calle Catedral en dirección a La Milagrosa, moviéndome por inercia. Me pregunto por qué me atraerá tanto lo grisáceo y lo áspero de las cosas. De cuclillas al borde de la acera, frente a la Plaza San Cristóbal, toco el asfalto con los dedos y, acto seguido, vienen a mí imágenes de mi infancia, de mis rodillas siempre peladas por las caídas del monopatín. Visualizo las tiras de piel llenas de piedrecillas como las que estoy rozando en este momento e imagino aquella carne rosada, sangrante y abierta. —Este pensamiento servirá—, me digo a mí mismo.
La infancia tiene ese efecto mágico. Allá va uno con el pensamiento y encuentra sensaciones y sentimientos de mucha viveza, casi reales. Se evoca con la frescura de lo que es nuevo. Si uno, durante un mal día, no es capaz de concentrarse en el dolor propio (pues es sano, a veces, nadar un poco en el sufrimiento), ya sea por sobreexposición o por pereza, siempre puede tratar de retroceder a aquellos días y recordar aquella caída ridícula delante de todos sus amigos. No falla. Entonces, llega el recuerdo nítido del calor de las mejillas y de la vista nublada por las lágrimas… Y vuelve aquél empalagoso odio.
Entro en una de mis cafeterías favoritas, una de esas con montoncitos de libros, que la gente cede porque ya no caben en las estanterías de sus casas.
El mobiliario huele a nuevo, la madera de las mesas brilla con la luz de aquel sol inoportuno y aprecio que en el local se mezclan sillas y sillones de distintos estilos y materiales. Algunos rincones parecen tan cómodos como la sala de estar de casa, mientras que otros parecen muy funcionales, como para tomarte un café rápido mientras hojeas un libro. Lejos de parecer caótico, el conjunto me hace sentir como en la casa de una familia burguesa de principios del siglo pasado. Me atrae el aroma a café y poesía, y de una de las paredes cuelgan fotografías en blanco y negro, provocándome una sensación de bienestar inmediato, como si me invitaran a sentarme cerca de ellos. Soy consciente de que ha desaparecido momentáneamente mi malestar y empiezo a no sentirme amenazado por la diversidad de colores, ni siquiera por la viva pintura de una mujer desnuda que cuelga al fondo. Es buena, salta a la vista. Es… Intensa. Quiero aclarar que no soy un especialista en la materia, pero sé reconocer el talento.
La mesa de la esquina, junto al ventanal, está libre y me apresuro para no perderla, imaginando que alguien podría asaltarla desde otro ángulo y arrebatármela. Sí, ya sé qué mi pensamiento es un poco irracional, teniendo en cuenta el poco ambiente que hay a esta hora, pero es que soy algo supersticioso: creo en los fantasmas, en los zombis y en las leyes de Murphy. Apoyo mi mano en la silla, con disimulo, y le busco un lugar a mi mochila negra, fetiche donde suelo llevar mi ebook (casi siempre sin batería), algún libro en papel, mi libreta y mi estuche, además de otros enseres personales.
—Un, dos, tres, por mí —anuncio, aún poseído por recuerdos infantiles. Seco el sudor de mi frente y me siento, despacio. Me río solo
Desde mi mesa, suave en las yemas de mis dedos como la piel de un niño, viajo con la mirada a través de la cristalera, sobre las casitas de colores y me lleno de asombro por la altitud de las palmeras del paseo. Durante un buen rato, no pasa ni un solo coche. Da la impresión de que alguien ha detenido el tiempo, como si hubieran puesto la pausa en el bar y yo, camaleónico, tuviera la necesidad de quedarme inmóvil como una estatua. Solo la música chill out rompe la quietud de la tarde y, como en un eco, una cancioncilla se divierte en mi cabeza: “todo lo gris, todo lo gris”.
Tras esos minutos contemplativos, me doy cuenta de que el camarero lleva un rato esperando junto a mí. Me sondea con la mirada y espera con paciencia a que yo me baje de la palmera, sonriendo con una naturalidad nada forzada bajo una barba no muy frondosa. Todo un detalle. Parece tan joven…
Lentamente, oteo el lugar como si hubiera aparecido en alguna película distinta a la mía y tomo conciencia del resto de seres vivos que habitan aquel bar. De espaldas a mí, en la barra, una chica con pinta de universitaria de último curso se hace un moño con sus rastas, sin necesidad de usar coletero, y pide el cambio con voz alegre. Al fondo, sentado en una pequeña mesa, localizo a Mariano, un joven escritor de la zona, de trato afable y muy educado. Consigo saludarlo, a la vez que salgo de mi ensimismamiento.
—Un leche y leche, por favor.
Saco de la mochila, lentamente, mi libreta y mi estuche, y luego mi móvil, fijando mi atención en los libros que hay sobre mi mesa. El primer ejemplar del montón es “El Camino de la Felicidad”, de Jorge Bucay. Sonrío al pensar que, probablemente, el lector cedió el libro a la cafetería tras hallar tal camino, dando por supuesto —a mi entender—, que encontrar La Felicidad lleva implícito el deseo de compartirla.
En la misma tonga que el de Bucay veo el libro de “Los Premios Culturales de la ULL” del año pasado, otro de Hanan Al-Shaykn (que no he leído) y “El Perfume”, de Patrick Süskind. Al menos de éste último yo no me hubiera desprendido, aunque tuviera que poner muebles por fuera de mi casa. ¡Qué belleza la forma en la que Grenouille concierta su obra final! Prestar ese libro sería como prostituir a uno de mis personajes más sagrados, desnudar y violar sus secretos. Cualquiera podría cometer el descuido de abrir una página al azar e interrumpirlo enlo más íntimo de sus experimentos.
Lo pienso mejor… Ninguno de mis libros. Mi egoísmo no me permitiría sacar ni un solo libro de la pequeña biblioteca de casa, aunque fuera malo de cojones, aunque estuviera lleno de personajes superficiales y de acciones sin contenido. Me sentiría como un traidor, como un amigo desleal.
Vuelvo a lo mío. Respiro hondo, elijo mi mejor pluma y coloco las otras seis en una fila ordenada, como hago siempre, entre el cortado y la libreta. Una manía sin importancia, nada grave.
Trato de concentrarme en una nueva hoja en blanco, apunto la fecha y me fijo, de reojo, cómo la joven de la barra se dirige a la salida. Me lloran los ojos y mi vista se nubla. Apenas a unos metros, algo parecido a ella la sigue, la imita y me mira con unos terribles ojos azules de espectro. No habla, y sin embargo, escucho su voz en mi cabeza.
—Ahora, escribe. Crea todo Lo Gris que llevas contigo—. Su voz es como el crujir de la madera muerta, penetra en mi cuerpo, me posee y mi mano comienza a garabatear sobre la cuadrícula de mi libreta. Veo…
Entre las líneas de mis renglones, personajes danzan vívidamente y se mezclan con las letras. Allí veo de forma nítida cómo la puerta del bar se abre y entra alguien, e instantes después ocurre: efectivamente, alguien entra. Joder, se parece conmigo, aunque no soy yo. Lleva una mochila negra como la mía, ropa similar a la mía y mi mismo peinado. La voz de mi cabeza canta “todo lo gris, todo lo gris”.
En mis notas, sucede que Mariano se levanta y saluda al recién llegado, e instantes después ocurre en el mundo real, si es que el mundo existe. Observo boquiabierto cómo pasa por segunda vez todo lo que he escrito. Al menos, siento cierto alivio al descubrir que el recién llegado no se llama como yo, sino que se trata de un escritor de poca monta llamado Carlos. ¿No lo sabía ya?
Me levanto, el puño cerrado en torno a la pluma. Un sudor frío me lame la nuca y la frente. No entiendo qué pasa, pero es como un viaje de LSD. Hay una terrible pero familiar ausencia de color en el local. No, no solo en el local. La gente está gris. Sus pelos, sus ojos, aquél que se parece a mí, yo mismo, el cuadro de la mujer desnuda, las fachadas de La Milagrosa, las palmeras, los coches… Nada tiene color.
“Todo lo gris, todo lo gris”. Lo peor es reconocer la excitación que me produce saber que todo ese vacío proviene de mí. Es un placer horrendo, acompañado de una culpa quejumbrosa, pero demasiado débil para poder escucharla.
Horror, debo decir. Redacto un fin terrible antes de que pase, pero sé que todo acontecerá tal como lo imagina mi sucia mente. Me levanto de un salto, canturreando la siniestra canción, y corro hacia los escritores armado con mi pluma favorita, que sujeto como un puñal. Ellos no consiguen reaccionar. Nadie imagina lo que voy a hacer, pero puedo ver cómo les nace un miedo hondo y primitivo.
Al llegar frente a ellos les enseño los dientes y los amenazo con mi estilográfica con mirada fiera. Me da tiempo a limpiarme las babas que me caen por la barbilla.
Los recuerdos más cenicientos de mi infancia me invaden y la ira contra mi pasado me colma. Siento que hace mucho tiempo que debí amputarme toda aquella mediocridad. Con un golpe directo, me apuñalo sobre la clavícula. Entierro mi estilográfica con una furia sobrehumana. —Todo lo gris, todo lo gris—, entono, llenando de agujeros mi cuerpo y salpicando todo de sangre.
El camarero se desgañita. Mariano, haciendo equilibrios entre charcos de sangre, me sujeta por los brazos. Carlos, se mueve a un lado y a otro, protegiendo los libros con su cuerpo, de forma torpe y cómica, tratando de que no se ensucien.
—Deja los putos libros, ¡joder!—grita Mariano, bañado de sangre. Finalmente, consigue reducirme y quitarme la pluma.
—Se está todo echando a perder—. Carlos se aproxima y me observa con curiosidad, como si hubiese descubierto alguna especie en peligro de extinción—. Este tío se parece a mí… ¿Está vivo?
Exhausto, cedo ante la contención y me desparramo en mi propio charco. Lloro por envidia hacia la gente feliz, como estos dos escritores, a quienes admiro, y que me miran como a un bicho raro. Lloro por mi sombría infancia. Con una última demostración de estupidez, me miro las rodillas para ver si están peladas y llenas de piedrecillas. Pero no, están sanas.
Escucho al joven barman llamando una ambulancia, justo antes de cerrar los ojos.