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Alejandra Pizarnik


Ataúdes recorrían mis venas y un olor nauseabundo llegaba de una Europa teñida de rojo, yo no quería ser la que era y Buma, avergonzada en una jaula, plantaba lirios ya muertos cocía alas rotas a las sombras de los funestos y escuchaba tartamudear al silencio.

Esperaba a mañana pero nunca dejó de ser hoy, se aturullaban palabras en mi garganta que perseguían la exactitud de la otredad y al otro lado del espejo, había un paraíso que se iba secando poco a poco, en el que habitaba la infancia eterna y el que yo, regaba con lágrimas grises, brillaba un sol muerto que intentaba disimular el dolor de sus entrañas, y había una insipiente necesidad de algo cubierta con una absurda vulgaridad de nada.

Me encuentro, Julito, llamando a diestro y siniestro en la madrugada maldita, que se ha enquistado en mi alma, y vos me entendés, aunque me decís que no. ¡Ay! Julio, Julio; ¿no es, acaso, la muerte el más bello poema de amor, eterno, certero, dogmático...

...yo no quiero ir nada más que hasta el fondo...

y yo también te quiero aunque a veces, vos, hagas como que no me entendés.

Soy una niña eternamente extranjera sin gloria ni patria, con una obesidad perpetua, que sueña morir al final de cada palabra incompleta y resucitar al término del poema del alba sintiendo, que entre los cuerpos, se diluye el ego confiando en el regocijo de los días venideros, ignorando, que todo es mentira, de momento saciaré mis ansias con el seconal , hasta luego, o hasta siempre, o hasta nunca, o hasta que, de mis cenizas, resurja la palabra eterna...

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