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La Luz

Moría la tarde escurriéndose entre los apretados adoquines encarcelados en rústicas callejuelas. Se arrastraba recelosa por las paredes y rincones del litoral. Fué despidiéndose del vidrioso ventanal que lacrimoso y soñoliento la miraba. Intentaba ocultarse de la brillantez del día y el acecho de la curiosa nocturnidad. No quería mostrarse desaliñada, cansada de alumbrar desde la aurora hasta el anochecer, tampoco perderse en la nada tránsfuga de un mes cualquiera. Intentó alargar sus momentos de nitidez, fundiéndose con la serenidad que embargaba el crepúsculo, el jubileo del Sol retozando sobre las olas, la oración de la marea ó el tembloroso tiritar del verdecino pinar. Se fue deslizando sutilmente de puntillas, descalza en su andar, desabrochando sensualmente el traslúcido ropaje de tul hasta perderse en la oscuridad.

La noche la abrazó con su oscuro manto, la tarde enlutecida le salpicó de trémulos lunares que la hicieron tan bella y misteriosa como la dama de ébano que reinaba en el firmamento. Así fue sucediendo una tarde tras otra, pasaron años, lustros y décadas.

Los atardeceres líricos, cálidos como oníricas obras de arte, me llevaron a pensar que la noche tomaba en sus manos el último destello de luz diario, apretándolo tan fuerte que no lo dejaba respirar. Así morían los días, unos tras otros, en las fauces insaciables de las noches capciosas, ávidas por devorar hasta el último atisbo lumínico. Cerré los ojos complacida por la experiencia de haber superado con éxito otra fecha del calendario, dejando escapar un suspiro de felicidad. El libro que escribía cayó de mis manos y me quedé dormida muy cerca del mar.

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