La Luz
Moría la tarde escurriéndose entre los apretados adoquines encarcelados en rústicas callejuelas. Se arrastraba recelosa por las paredes y rincones del litoral. Fué despidiéndose del vidrioso ventanal que lacrimoso y soñoliento la miraba. Intentaba ocultarse de la brillantez del día y el acecho de la curiosa nocturnidad. No quería mostrarse desaliñada, cansada de alumbrar desde la aurora hasta el anochecer, tampoco perderse en la nada tránsfuga de un mes cualquiera. Intentó alargar sus momentos de nitidez, fundiéndose con la serenidad que embargaba el crepúsculo, el jubileo del Sol retozando sobre las olas, la oración de la marea ó el tembloroso tiritar del verdecino pinar. Se fue deslizando sutilmente de puntillas, descalza en su andar, desabrochando sensualmente el traslúcido ropaje de tul hasta perderse en la oscuridad.
La noche la abrazó con su oscuro manto, la tarde enlutecida le salpicó de trémulos lunares que la hicieron tan bella y misteriosa como la dama de ébano que reinaba en el firmamento. Así fue sucediendo una tarde tras otra, pasaron años, lustros y décadas.