Birmagen

Una luminosa mañana de octubre he subido con el coche por la carretera a la sombra de palmeras y eucaliptos mientras contemplaba mi paisaje de infancia: los extensos campos de cereal, las casas dispersas alrededor de la montaña.

La montaña me ha visto crecer y yo la he visto soportar sobre su tierra las cosechas, los ocasos, brotar la hierba en su lomo como la tumba de un animal mítico, afilarse sus perfiles, menguar su roja piel de cantera de picón.

La montaña permanece a mi alcance en la distancia, silueta de un sueño que siempre he temido perder como la laguna.

Me contaron que a los pies de la montaña hubo una vez una pequeña laguna que desapareció sin dejar rastro en las brumas de la noche.

Pero referirme a esa laguna es irnos demasiado atrás, a un tiempo donde la imaginación vence a los recuerdos, donde todo se desvanece siempre.

Porque a veces no fue la distancia, no fue el tiempo.

Lo que nos quitaron, lo que perdimos a veces fue por nuestra culpa.